exhibition

Norberto Gómez veinte años: obras del '76 al '95

04 de octubre - 05 de noviembre, 1995

Presentar las esculturas de los últimos veinte años de Norberto Gómez implica mostrar un importante fragmento de una de las más singulares y relevantes obras que se hayan concebido en nuestro medio. Su escultura -aún dentro de las notables transformaciones que experimentó- se yergue solitaria y coherente como una metáfora viva que nos atrae, nos rechaza, o ambas cosas al mismo tiempo: si algo caracteriza a su obra es la potencia expresiva o constructiva que, lejos de dejarnos indiferentes, negándose a las artísticas idealizaciones, nos sumerge en un universo intranquilizador.
Recuerdo el estupor que nos produjo, hace veinte años, aquella muestra que presentaba las primeras obras orgánicas que significaron un profundo cambio formal en relación a sus anteriores etapas. Me refiero a las primeras obras abiertamente dramáticas en las que Gómez -que hasta entonces venía trabajando en una materia que aludía a lo inorgánico- dando un viraje total, nos enfrentaba no a un descrédito de la figura humana sino a su desintegración.
Las pulcras construcciones -no exentas de dramatismo- que establecían una vehemente dialéctica entre lo duro y lo blando, daban paso ahora a un universo sangriento de fragmentaciones orgánicas: vísceras, tendones entrelazados a huesos, fémures, tibias o húmeros que -como si recién hubieran sido arrancados- todavía llevaban fragmentos de carne desgarrada. Estas visiones desplegaban una anatomía cargada de analogías con la humana pero, eran en realidad la continuación en el espacio de gestos que prolongaban la interioridad del artista en insidiosas metáforas de aniquilación y muerte. Y si Gómez no pretendía con sus obras hacer un alegato circunstancial que pudiera limitar los alcances de su propuesta, ellas, inexorablemente, adquirieron de inmediato el carácter de denuncia de las circunstancias que en aquel momento atravesaba el país. No puedo dejar de referir que en aquella inauguración, otro gran escultor de nuestro medio, lo abrazó calurosamente diciendo "vos hablás por todos nosotros".
Estas mortíferas visiones no necesitaban otras elocuencias, y sin simulaciones parecían trastocar la vieja función de la escultura para expresar el adentro: una materia que había pensar en aquel antiguo epitafio de Simónides, "la muerte alcanza incluso al que evita el combate".
Me atrevería a decir que en aquellas obras no se trataba ya del mundo del arte; alejadas de cualquier postura estética, ponían al espectador en un límite: como si el escultor hubiera revitalizado de pronto, primitivas funciones del arte haciéndonos participar en virtuales sacrificios.
A partir de aquellas obras comienza lo que podríamos llamar la segunda época de estos últimos veinte años: atrás quedaban los gestos que nos impedían olvidar aquello que Borges describió en un admirable poema como "la prolijidad de lo real", para emprender otro viaje cuya mayor singularidad era el completo abandono de lo gestual. Ahora el artista, con una actitud abiertamente constructiva, nos introducía en una ficción cargada de resonancias medievales. Como si un antiguo huésped de la conciencia reapareciera, Gómez empezó a fabricar con increíbles procedimientos: espadas, elementos de tortura, gigantescos alambres de púas, pórticos, clavos (que de inmediato nos remiten a crucifixiones), una muleta de más de dos metros de altura y otros objetos que por analogía nos hacían pensar en los elementos rituales del culto religioso.
Pero ese cambio de una actitud expresionista y gestual a una actitud obsesivamente constructiva sigue siendo parte coherente de un mismo relato: las obras ahora producían otras deslumbrantes metáforas de ese deambular entre vida y muerte. Parecían las mudas evidencias de la organización de una subjetividad (ahora desnudada) que inexorablemente nos conduce a lo mismo: racionalidades al servicio de las más grandes irracionalidades y a la inversa. En este sentido, creo que el artista evidenciaba mediante estos instrumentos que nos remitían a una época, algunas circunstancias históricas que están en la base de nuestra propia actualidad. Pero de ningún modo creo que estas reflexiones agoten las resonancias de estas obras cuyo hermetismo implica al espectador en anhelos contradictorios y tal vez en crispados recorridos por sentidos y sinsentidos.
Y continuando con este singular viaje que nos propone el artista llegamos a la última etapa de estos veinte años.
Otra vez se produce un cambio radical, no sólo en los procedimientos sino en las visiones: su obra adquiere ahora un carácter absolutamente figurativo y pareciera parodiar el culto a los monumentos.
Si las armas y los objetos del período anterior ya nos remitían a la Edad Media, este último período prolonga su estadía en aquella época: el artista se comporta ahora como un neogótico.
La extraordinaria realización de estas obras no sólo no mitiga el carácter intranquilizador e insidioso de sus anteriores etapas sino que lo acrecienta. Estos yesos policromados revelan otro sentimiento del artista: el distanciamiento, la ironía y el humor; nos involucran en un universo cargado de sugerencias y secretas claves. Estos pequeños monumentos que semejan fragmentados frisos, son escenas en franca metamorfosis que, expresando un profundo horror al vacío, nos introducen en fantásticas hibridaciones, sueños o pesadillas: cabezas, cuerpos, cuerpo alados (que a veces recuerdan relevantes figuras de nuestra historia) se mezclan con sus charreteras, a molduras, decorados, garras, extrañas aves, objetos de tocador y un sinnúmero más de detalles que parecieran un atentado al funcionalismo pues, si aquél despojó a todo de lo simbólico, en virulencia incontenible. Cada pieza es un cargado relato por el que circula -más allá de la ironía- un crispado mundo de fantasmagorías y obsesiones que Gómez, con la solvencia que caracteriza a su arte, sabe objetivar con metáforas justas, que siguen desnudando las desmesuras y condiciones del tiempo que vivimos.
Es fácil constatar en cualquiera de las etapas del artista la envergadura estética que preside su arte, la coherencia interior que atraviesa su producción, y la originalidad inquietante de sus planteos; y no es difícil al cabo de este deslumbrante viaje constatar que la mayor coherencia de su obra es el insistente y logrado intento de erigir desde la estética una irrenunciable postura ética.

Raúl Santana
Director
Museo de Arte Moderno de Buenos Aires
Octubre de 1995

Texto del catálogo de la exposición Norberto Gómez veinte años: obras del '76 al '95.
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