exposición

"Desde el comienzo". Retrospectiva de Edgardo Giménez

17 de septiembre - 12 de octubre de 1980

Me pide Edgardo que escriba sobre él y su obra desde que nos conocemos. Pero ¿pero que significa conocerse? ¿Desde cuándo nos conocemos? Sabia quien era antes de que trabajáramos juntos, unos seis años antes, cuando la Asociación Ver y Estimar lo invitó sucesivamente al Premio de Honor 1964, 1965 y 1966.
Apreciaba sus trabajos como diseñador gráfico, los posters que lo han hecho famoso, aún en Europa, los Estados Unidos y Japón, y había sido espectador de algunos actos colectivos en los que tomó parte.
Sin olvidar el célebre Poster Panel en la calle Florida, donde aparecía su retrato y los de Dalila Puzzovio y Carlos Aguirre con una insolente declaración: ¿Por qué son tan geniales? También sabía de él cuando decidí su participación en las Experiencias Visuales de 1967, que se realizaron en el Centro de Artes Visuales, instituto Torcuato Di Tella, así como en otras exposiciones.
Y mucho me habia impresionado el show que con el nombre de Las Panteras montó en la Galería El Sol –objetos suyos y orquesta de música beat– luciendo una casaca hecha con piel de serpiente.
No era un desconocido para mí, pero, ¿lo conocía? El verbo conocer tiene una significación exigente: penetrar en las cosas, los fenómenos, las personas, y llegar al Ser. Aunque precisamente se indica con el participio pasado del verbo a quien no se conoce, cuando decimos de alguien que es sólo o apenas un “conocido”. Fue necesario un hecho fortuito para que se acortara la distancia y empezaramos a conocernos, en plural, mi mujer y yo. No sólo conviene el plural a fin de que el conocimiento se expanda y fortalezca; también conviene la reciprocidad: yo te conozco y tu me conoces.
Bueno, la distancia se acorto porque intervino no sé cómo, para disuadirnos de que compráramos un departamento, con tan sólidas razones –y trato de imaginar ahora el modo de hacerlas valer entonces– que le debemos haber contado un proyecto en gestación.
Algo había en él que lo diferenciaba de cualquier otro artista. Años más tarde, cuando ya lo conocía, lo definí en ele catálogo de su exposición en la Galeria Bonino. “Entonces digo que Edgardo Giménez es un artista distinto, proposición suficientemente completa porque lo ubica entre los seres humanos que usan la imaginación para ordenar la conducta y regir el intelecto con envolvente capacidad sublimadora, a la par que lo señala por su faena de concebir el mundo en permanente metamorfosis”.
Si repito ahora que es un artista distinto, no es por la variedad de situaciones en derredor que sabe crear, sino por el carácter jocosoaparentemente despreocupado, con carcajadas homéricas, restando importancia a lo que ocurre, aún lo que él permite que ocurra y le va la vida. También debemos haber intuidosu manera inconsciente de unir la acción y el pensamiento, la creación y la conducta, única que configura un artista.
Porque tiene estos caracteres y nuestro acercamiento se produjo en los días en que se clausuraba el Di Tella de Florida, la posibilidad de trabajar juntos surgió como una chispa: nuestra fantasía iba a transformarla en llamarada. Yo pensaba solucionar en parte la crisis del arte visual apuntando con formas claras e incisivas al público –no al especializado– como se estaba haciendo en el Di Tella, sino a cualquier público, vinculadas esa formas con el vivir cotidiano, funcionales pero cargadas de poesía. Con la idea de que la creatividad artística necesita el ambiente generador del gusto para que las formas tengan justificación vital. Edgardo era el artista que neceitábamos para poner enmarcha la idea.
Y nació la empresa Fuera de Caja S.R.L., Centro de arte para consumir, nombre que definian el espíritu de la misma –ir contra la corriente, salir de caja como salta un tipo en el armado de una plana de imprenta– y la finalidad –no crear obletos destinados a permanecer–.
Nació, además por la actividad incesante de Martita, mi mujer, que sería alma mater y la generosa colaboración de mi gran amiga Raquel Edelman. “ No sólo se venderán cosas de artistas, quienes siempre ponen acento en cuanto hacen; al propugnar esta modalidad del arte, si bien cedemos a la exigencia socioeconómica de la hora, a la fiebre de consumir, impulsamos a que no se deje de ejercitar la imaginación creadora, en particular de los que consumen”. Parrafo de una hoja en que presentamos la empresa.
¿La habrá leído Edgardo aunque dirigió la impresión? Temo que no, pero sin duda no hacía falta que la leyera.
Desde el comienzo nos entendimos más con gestos que con palabras, compartiendo situaciones.
Como era de imaginar, además de asociar a Dalila Puzzovio y Carlos Squirru, que estaban en Nueva York, asociamos a Delia Cancela y Pablo Mesejean que vivían en Londres, a la espera de otros artistas que incorporaríamos después.
Teníamos fe que íbamos a imponer la calidad del diseño funcional pero artístico.
Edgardo fue el eje y creador de la mayor partede lo que fabricamos: platos e individuales, vasos, tazas y tozones, ceniceros, papel de cartas, sobres, abanicos, estrellas y rayos de acrílicos, gigantescas peras que eran vasijas para hielo, muebles, lámparas, telas.
La circunstancia le hizo ampliar su capacidad creadora, salpicando con humor los efectos funcionales de las cosas. Y empezábamos a encarar la fabricación en grande, hasta de cubiertos, cuando por impericia comercial tuvimos que cerrar.
Tambien fue Edgardo quien realizo el salón de ventas en la Galería Promenade-Alvear que parecía mas bien un templo, pagano por el lujo de la cibellina celeste que recubría las paredes y la profusión de espejos, por la noble estructura de horizontales y verticales, hasta el punto que algunas personas llegaban a la puerta, pedían permiso para entrar y lo hacían en punta de pie. Insólito, mas no para él, que por debajo de su despreocupación alimenta una preocupación religiosa sin militancia, diría un temor reverencial ante el misterio de la vida: de la muerte, ni hablar quiere. Algunos años más tarde, la casa que proyecto en City Bell tiene aire de monasterio, el horno para el asado, de altar.
Es cierto que había decorado departamentos, de la Dra. Silvana Puzzovio y el Dr. Jaime Rojas Bermúdez, luego el nuestro y el de Federico Klemm, para los que proyectó mesas y armarios, lámparas, camas, sillones, no sin introducir objetos  de cerámica como sus famosos gatos, conejos, y una gran hormiga negra en  acrílico.
Pero ¿qué digo? Para Edgardo no es decorar lo que hace, sino diseñar espacios, adecuándolos a las funciones de quienes los habitan, con unidad e impersonalidad al mismo tiempo, para que se sientan liberados de ellos mismos y de los demás; en una palabra, es hacer del espacio en que se vive una obra de arte, en vez de llenarlo con obras de arte.
Lo he retenido tantas veces que me siento cohibido para decirlo de nuevo, pero es el slogan conveniente. Tanto en nuestro departamento como en la casa de City Bell, Martita y yo nos sentimos vivir con esa diferencia que sólo provocan las obras de arte, al proponer un modo de existir. Y por si acaso recuerdo que existir no es sólo vivir, es trascender.
Asombrosa disposición al cambio la de Edgardo, pero aún faltando el gran broche, no digo final porque vaya a saber las cosas que hará. Faltaba la construcción de una casa, a la que ya me he referido, y con esa capacidad que tiene para convencer, allanando dificultades cuando quiere conseguir algo, nos convenció a Martita y a mí de que debíamos edificarla, con el pretexto de los fines de semana vacíos. Nos lanzamos entonces a recorrer los alrededores de la ciudad y finalmente se compró un terreno con vieja casona en City Bell, decididamente porque tiene un viejo ombú. Entre tanto fui a Colombia para dar conferencias y la situación les vino de perlas a Martita y Edgardo, quienes hicieron de las suyas.
Cuando volví habían tirado la casa abajo, la aventura comenzaba irremediablemente. Me arrastraron, pues, y empezamos a vivir en función casi exclusiva de la casa y el jardín de City Bell, desde 1971 hasta hoy.
Para él todo era posible y en verdad lo fue, a costa de enormes sacrificios. Querías el techo en bóveda de cañón, los azulejos hasta y en el techo, las ventanas circulares, las puertas con arco de medio punto, terrazas de cerámica, montañitas en el jardín, nuevos árboles y plantas; en el interior, gran arco de madera pintado como cielo para el aparato de música, cama de 1,20 m de altura, gran sofá semicircular en el ábside del living, escritorio con gruesas patas de hierro pintado y cristal. Edgardo proyectaba y Martita cumplía con inexorable rigor. Durante varios años vivimos el delirio de la construcción amenizado por almuerzos, comidas, té a la tarde, algún baño en el río, en medio de risas y con total irresponsabilidad. Amén de algunas excursiones no muy santas a fin de buscar plantas que satisficieran a Edgardo, donde las encontrara, y a las cuales me negaba.
Ya con remodelación de nuestro departamento en la calle Parera, donde Edgardo destruyó todo lo que había menos la moquette, salvada por mí a último momento –hubimos de vender apresuradamente una chaise-longue de Le Corbusier recién comprada– ya entonces, estaba surgiendo el arquitecto. Amancio Williams nos lo dijo y se lo dijo: que era un arquitecto nato.
Pero al construir sin planos la casa de City Bell quedó consagrado, al menos para nosotros. No ha pasado por las aulas de la Facultad, carece de información sobre lo se construye en el mundo, pero tiene ese sentido de la arquitectura que permite ignorar las convenciones y las fórmulas agobiantes para los arquitectos. Por eso la casa es una soberbia escultura armada  en un edificio arquitectónico, más afín con los grandes monumentos egipcios o musulmanes, aún del Oriente hindú, que con los de Occidente.
En un artículo que publiqué en la revista Visión, intenté describir el espíritu con que Edgardo concibió la casa, subordinado el empleo de los elementos constructivos a la imaginación, sin desdeñar la funcionalidad, “pues de acuerdo a Jean-Paul Sartre, aunque por la producción de un  irreal la conciencia puede parecer momentáneamente liberada de ser-en-el-mundo, este ser-en-el-mundo es condición necesaria para el ejercicio de la imaginación”.
“De donde deriva la tremenda originalidad de la casa, sólida como si emergiera de la tierra  y fluída como para producir cierto encantamiento mágico.
Más todavía por la feliz conjunción del aspecto físico y el espiritual, superando todo idealismo trasnochado, según corresponde a las expectativas del hombre actual”.
Como le dijimos que Le Corbusier Mies Van der Rohe no fueron arquitectos diplomados, le encanta decirlo. No porque se sienta igual a ellos –jamás se compara con nadie– sino porque le gusta divertirse con la sorpresa de los demás.
¿Acaso he conocido otra persona tan segura de sí misma? Le da lo mismo construir una casa, diseñar un jardín, proyectar un corto publicitario, hacer el decorado de un film, objetos o posters. En cada caso, con vista de águila –si es que las águilas tienen buena vista– que le hace ver en la naturaleza y en las personas los que otros no ven, también con mano ágil y mente clara, resuelve la forma. Como si jugara, mejor dicho, jugando: pues si la vida no pudiera ser un juego, él no la podría soportar. Un juego serio, el de Alicia en el país de las maravillas, libro que es cantera de su pensamiento.
Otras obras hizo después, entre ellas una serie de serigrafías, procedimiento no empleado aún por él que sin embargo le permitió hacerlas con facilidad, siempre atento al mundo por curiosidad de saber cómo es, pero también por afán de reducirlo a simbolismos. Al presentar la serie escribí: “Hay una línea de observación más que una idea rigiendo la metamorfosis de su concepción unitaria.
Del Paisaje (Nº 1) en que se muestra más adherido a la naturaleza, aunque lo construye con una especie de plataforma parecida a un altar, a Langosta (Nº 2), el animal visto con lente de gran aumento y el altar vuelto pedestal de un monumento.
Del Rayo (Nº 3) en que la naturaleza es fenómeno rutilante con una plataforma reducida al mínimo, a Pirámide (Nº 4) donde el altar se vuelve camino hacia atrás por connotación histórica y hacia adelante por la luminosidad prometida. De Lluvia (Nº 5), primer resumen de su mística fundada en el juego de lo que se agranda, y se achica a Cielo (Nº 6), segundo resumen pero esta vez metafísico, que por serlo de alusiones cósmicas en las serigrafías anteriores, expande alegría y optimismo, sin perder su acostumbrada continencia”.
Un artista con semejante espectro de posibilidades tendría derecho a no ser coherente, teniendo en cuenta la diversidad de materiales y técnicas que emplea, pero Edgardo es de una inimaginable coherencia.
Crea como actual, como juzga un film, como interpreta una persona, como goza un paisaje, como si tuviese en la mente un esquema flexible pero preciso, en el que domina la simetría y la limpieza, pero en el que también cabe la gracia imaginativa, la broma estilizada, aún el retruécano y la sofisticación desbaratada, absurdo posible. Por algo este riguroso diseñador admira a Mae West hasta el delirio.
Todavía quiero agregar lo que escribí hace algunos años sobre la madurez.  “No hay artistas inmaduros –un contrasentido; sólo hay artistas, y tengo para mí que la madurez de ellos está en razón inversa de la que convencionalmente se considera para cualquier ser humano”. Oportuna observación, me parece, para juzgar la madurez de Edgardo, pues sólo advierto en sus trabajos últimos el perfeccionamiento de la actitud creadora mientras mantiene la inocencia original.
Él ha ido creando un sistema de formas, expresión que caracteriza su genio pues no sólo las inventa, también las relaciona, sin ser un racionalista extremo.
Está siempre dispuesto al cambio con fértil imaginación, pero siempre respetando el sistema. He aquí el hombre, el artista y el amigo tal como lo conozco. Con el que llevo diez años de actuación en común, sin que hayamos intercambiado jamás ideas en sentido teórico, ni siquiera cuando proyecto la tapa de un libro mío aparecido en 1974 (dice que lo leyó pero seguramente no lo hizo), o la que acaba de proyectar para otro libro mío en preparación. Extraño vínculo entre nosotros, ya que nadie es menos teórico que él y nadie es menos práctico que yo.

Jorge Romero Brest

Buenos Aires, Septiembre de 1980

Texto del catálogo de la exposición "Desde el comienzo". Retrospectiva de Edgardo Giménez
 
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